UNIDAD 2. INFORMACIÓN PARA OBRA DE WILLIAM FAULKNER. NARRATIVA DEL SIGLO XIX Y XX.




 UNIDAD 2. TERCERO DE BACHILLERATO DIVERSIFICADO. 6º AÑO.
INFORMACIÓN GENERAL SOBRE LA NARRATIVA DEL SIGLO XIX. 

REALISMO Y NATURALISMO.


En Francia, en el siglo XIX apareció un tipo de novela que desarrolló nuevas formas, nuevos temas, que estimuló a toda la literatura posterior de Europa y que abrió caminos a la Narrativa del siglo XX. Se desarrolló entre 1830 y 1870 en torno a cuatro o cinco nombres principales: Stendhal, Honorato de Balzac, Próspero Merimée, Gustavo Flaubert y Guy de Maupassant.
Esta novela se aparta de la concepción tradicional del género que entendía a la misma como la narración de sucesos fantásticos, legendarios, inventados, novedosos y ociosos a la manera de la novela de caballería y la pastoril. Stendhal la definió de esta forma: “la novela es un espejo paseado a lo largo de un camino, que tanto refleja el cielo azul como las charcas de barro al costado del mismo”. Este género es, pues, entendido como aquel que representa la realidad presente en su original composición de suciedad y belleza, salud y enfermedad. Ella ofrece un doble proceso de interpretación del mundo: a) elección: mostrando como un sujeto humano (individuo, generación o nación) elige una parte del mundo ilimitado como materia y como experiencia interna; b) evolución: mostrando como clasifica a ese sector; si lo ama o lo odia.
Causas de su surgimiento:
1- Francia había vivido a fines del siglo XVIII el fenómeno de la Revolución Francesa. A consecuencia de ella, una nueva clase social - la burguesía – toma el poder, desplazando a la nobleza, quien lo detentaba desde la Edad Media. Esta nueva clase dominante, al hacerse del poder, impone también sus gustos. El horizonte espiritual de esta clase, más limitado, no ofrece espacio al mundo idealizado, impregnado de los valores de la gloria y del honor, que había impuesto la caballería feudal. El burgués gusta de un arte que represente su propia vida, su cotidianeidad.
2- La sociedad del siglo XIX contempló el triunfo de la ciencia en el campo de la Medicina, la Física y la Química aplicadas en favor de la revolución tecnológica e industrial.
3- Otro fenómeno es el desarrollo de doctrinas filosóficas tales como el Positivismo (Augusto Compte) que preconizaban la adopción del método científico en el campo de las artes y las ciencias del espíritu.
Antecedentes: Antes de abordar el análisis de los antecedentes de la aparición de esta narrativa, haremos algunas precisiones. Cuando se habla del desarrollo profuso de la narrativa en el siglo XIX, se menciona el carácter realista de la misma. Por lo tanto, hay que dejar bien claro, al abordar dicho tema, que tenemos, por un lado, el desarrollo profuso del género narrativo y, por otro, la aparición de una corriente estético-literaria que se conoce con el nombre de Realismo. El REALISMO es la manifestación artística que termina por imponer a la novela, un género literario que hasta la mitad del siglo XIX no tenía el prestigio que adquiriera desde entonces y cuyas consecuencias se pueden apreciar aún hoy. Porque es evidente que el realismo se adapta mucho mejor a la prosa que a la poesía; en poesía jamás se puede ser estrictamente realista porque su canal de expresión parte de supuestos intuitivos donde no cabe en forma estricta el análisis de la realidad.
El Romanticismo como movimiento literario había dominado las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX. Pero el Romanticismo, tan rico en aspectos, contenía en germen al Realismo. Los teóricos románticos recomendaban, respecto a todos los géneros, introducir lo concreto en el arte. La poesía lírica no debía temer hacer alusión a los objetos familiares, debía llamarlos por su nombre, exponer circunstancias reales; el teatro debía representar la vida verdadera y no una imagen esquematizada de ella; la historia, pintando la vida material y los tiempos pasados; la crítica, haciendo intervenir la historia y las condiciones materiales de vida del autor para explicar su obra; la novela multiplicando, sobre todo cuando se desarrolla en un pasado histórico, las alusiones precisas a las costumbres y a la vida material de la época considerada, invitaban a los autores a hacer una obra de realistas. El primer romántico que comienza a hacer una obra realista es Balzac. Este autor recibe del Romanticismo el gusto por el detalle concreto pero al intentar renovar la novela cree encontrar la herramienta en el trabajo de los detalles. Estos detalles serán tomados de la realidad contemporánea. Ésta es una novedad, pues los románticos los tomaban de la historia y de la imaginación. Los detalles se le ofrecen al narrador diseminados en el espacio y en el tiempo; él no hará más que combinarlos, disponiéndolos sobre el plan literario, reuniéndolos a propósito de una aventura, o en un personaje donde se le revelará la pasión que justifica su presencia en el relato.
Pintando así lo real concreto, la novela se aleja de dos de los principales defectos de la novela romántica: el abuso de la melancolía lánguida y de las exageraciones coloreadas. Para estos autores el narrador debe ser también un artista y un filósofo que busca las relaciones de causa-efecto, los principios naturales, la razón del movimiento de la sociedad. Pero todavía tienen mucho de románticos, son subjetivos: por apegarse a lo concreto para penetrar lo íntimo, por la efusión del sentimiento, por el individualismo exacerbado, por la desmesura. Es necesario llegar hasta Gustav Flaubert para encontrar el realismo más depurado que ya casi se halla en la frontera con el Naturalismo, escuela algo posterior.

EL REALISMO Y EL NATURALISMO.

Si en 1830 comienza a insinuarse el Realismo en autores como Balzac, Stendhal y Merimée, que tienen aún mucho de románticos, ya en 1850 la difusión del Positivismo y el progreso de los estudios científicos conducen a los novelistas a una observación cada vez más minuciosa. Flaubert, considerado como el maestro de la escuela realista, somete a la novela a la disciplina de las ciencias biológicas y preconiza la objetividad. Las CARACTERÍSTICAS del REALISMO ya estaban determinadas. Ellas son:
1. el escritor realista aspira a captar en su obra la vida tal y como es.
2. quiere suprimir su yo de todo aquello que escribe. Esta es una reacción contra el exagerado subjetivismo romántico.
3. la objetividad se puede obtener de manera más rigurosa aplicándola a la realidad circundante. Esa es la realidad que el artista conoce y vive; no debe evitarse, como hacían los románticos por aversión a la época. Esa verdad ambiental conocida por el novelista lo es también del lector. Este lector, proveniente de la clase burguesa, realista él también, práctico, poco imaginativo, puede introducirse fácilmente en el mundo narrativo reconocible, familiar; puede meterse en el pellejo de esos personajes tan verosímiles, amar con ellos, odiar con ellos, sufrir sus vicisitudes.
4. ambientación local, descripción de costumbres y sucesos contemporáneos, afición al detalle más nimio, espíritu de imitación fotográfica, reproducción del lenguaje familiar o coloquial y de giros regionales.
Como movimiento literario el Realismo persigue el ideal de objetividad. La tendencia realista extrema ha desembocado en el NATURALISMO. En 1880 nace esta escuela que reconoce a Emilio Zola como su jefe.
Sus CARACTERÍSTICAS son:
1- aplicar los principios de las ciencias exactas a la descripción de la realidad,
2- fundamenta el criterio de verdad psicológica en el principio de causalidad,
3- descripción de ambientes en el fundamento de que todo fenómeno natural tiene lugar dentro de una serie infinita de condiciones y motivos; el medio influye en el ser humano,
4- utilización de pormenores, método característico de las Ciencias naturales.
- Lo que el naturalista hace es observar un aspecto de la sociedad, de una vida como el realista, pero considera que la vida no sólo debe observarse sino también experimentarse. Así, coloca a un personaje con una psicología dada, en un ambiente dado, y experimenta las reacciones que ese personaje tendría, dadas las circunstancias. Luego el naturalista trata de generalizar los acontecimientos captados en función de una teoría determinista de la sociedad: ésta moldea al personaje y, por ello, no se puede evadir de su destino.
Si se observan las características del Realismo y del Naturalismo, se puede notar que las diferencias entre ambos son muy escasas y poco perceptibles. El Naturalismo no hizo más que ahondar en los principios del Realismo.
Los dos movimientos son consecuencia del proceso político vivido en Francia. Al fracasar las utopías e ideales (piénsese en la Revolución de 1789, luego en Napoleón, etc.), la tendencia general era atenerse estrictamente a los hechos y nada más que a los hechos.
Ambos movimientos se extendieron luego por Europa, llegando también a América.

Obras pictóricas del realismo.

Jean F. Millet. "Las espigadoras". (1848).


"Jóvenes de la villa".

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NARRATIVA DEL SIGLO XX.

La narrativa del siglo XX refleja la crisis del concepto de realidad. Lo corriente es que el narrador busque objetivos muy distintos, de los que se agotan en describir lo que puede verse cotidianamente. Un fragmento de "Algunos aspectos del cuento" de Julio Cortázar sintetizan bien a estas nuevas direcciones: "Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado "Fantástico" por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías bien definidas, de geografías bien cartografiadas"... Sus comentarios sobre el falso realismo están referidos a la narrativa del siglo XIX.
La narrativa actual ha operado el pasaje de lo mimético a lo simbólico. Nada de imitación o representación de la realidad objetiva. La nueva postura supone la sustitución de los escenarios familiares por espacios imaginarios. Ocurre, también que el narrador se instala resueltamente y desde un principio en una atmósfera inverosímil y absurda, sin que se sienta obligado a rendir explicación alguna. El novelista típico del siglo XIX procedía, en cuanto a psicologías se refiere del mismo modo que al enfrentarse a cualquier otro aspecto de su mundo ficticio. Era un narrador omnisciente, alguien que lo sabía todo: vale decir, que el personaje se definía a sí mismo a través de sus actos y sus palabras pero, si era necesario el escritor accedía a su interior, escudriñaba en sus pensamientos, traducía en palabras sus emociones más personales y escondidas. En la nueva novela suele ocurrir que la perspectiva haya cambiado, notablemente, pues no es el escritor quien narra sino el propio personaje, con lo cual se organiza todo desde los ojos de un yo. Con esto aparece lo que se ha llamado el "monólogo interior", que sirvió a muchos autores para reflejar en sus páginas la "realidad de la conciencia". (“Monólogo interior”es lo que piensa o siente un personaje sin decirlo en voz alta. “Corriente o realidad de la conciencia” es la técnica que tiene por objetivo el traslado literario de ese fluir de sensaciones, pensamientos, imágenes organizadas o caóticas, recuerdos, sueños, etc. a través de un flujo similar de palabras y significados aparentemente desorganizados e inconexos).
El monólogo interior y sus derivaciones no fueron el único modo de reemplazar al narrador omnisciente. La narrativa de los últimos años ha visto también a la novela organizada como un "collage" de varias versiones de los acontecimientos narrados: de modo que hay varios narradores, cada uno de los cuales presenta los hechos desde su punto de vista. Y suele ocurrir, que los narradores no omniscientes -pues cada uno de ellos conoce sólo una cara del todo que se persigue- se constituyen como voces de procedencia incierta y/o ambigua. La comprensión de la novela, entonces, puede resultar bastante ardua.
Si éstas son las acrobacias técnicas, por así decir, la revolución no ha sido menos visible en el plano de los temas. En general, como dice Donald Shaw con referencia a la narrativa latinoamericana, pero la afirmación puede ser extendida a todo el panorama más reciente, se ha enfatizado en los aspectos ambiguos irracionales y misteriosos de la realidad y la personalidad. También la incomunicación y la soledad, y con tal intensidad que la nueva narrativa quita valor a la muerte, porque considera que la vida misma es una forma de muerte o de infierno. Por todas partes ha sido un hecho la emergencia de una novela metafísica, como se la ha llamado, en la imposibilidad de hallar un término más preciso. Y, en ella misma, se volverán presentes los elementos simbólicos ya que del paso de la mímesis al símbolo se trata.
Un tema que se ha vuelto obsesivo en la narrativa del siglo XX es el de la general rebelión contra todos los tabúes; que ha terminado por aparejar una verdadera expresión de lo erótico. En general, se ha explicado este aspecto como una de las tantas formas de agredir a la moral burguesa.
El escritor Sábato dice en "El escritor y sus fantasmas": "EI derrumbe del orden establecido y la consecuente crisis del optimismo... agudiza este problema y convierte el tema de la soledad en el más supremo y desgarrado intento de comunión, que se lleva a cabo mediante la carne y así… ella asume un carácter sagrado".
Bien puede ocurrir, en especial como consecuencia de las insólitas estructuras narrativas, que el lector ya no encuentre, al enfrentarse a una novela, el "viejo placer de leer", y todo le resulte arduo y trabajoso. Esto no deja de ser normal y previsible, desde que el escritor ya no conduce a quien lee hacia certidumbres indiscutibles, de modo que el receptor del mensaje descanse confiadamente y dócilmente. Umberto Eco ha dedicado muchas páginas a la naturaleza y los efectos de la ''obra abierta". Desde el punto de vista del "significado", ello supone una multiplicación da los sentidos posibles, lo que obliga al lector a conquistar alguno que lo satisfaga, en un esfuerzo que lo transforma también a él en un creador o, por lo menos, en alguien capaz de "actos de invención''.
Otra característica del relato del siglo XX es la ruptura del relato lineal, el quiebre en la sucesión cronológica de los hechos. Se emplea la Preposteración que es el salto hacia adelante y el Flash-back que es el salto hacia atrás en el tiempo.

NARRATIVA DEL SIGLO XX EN Estados Unidos.


Comenzamos el estudio de la literatura en los Estados Unidos mencionando algunos rasgos esenciales de la sociedad y del escritor, tanto del pasado como del presente.
El espacio americano sin límites ha hecho nacer la idea específicamente estadounidense de la frontera abierta. Durante el siglo XIX el hombre de USA podía crear su propio espacio. La expansión hacia el Oeste posibilitaba adquirir tierras, establecerse en ellas y hacer fortuna. Esta actitud se traduce en una obsesión constante de siempre ir más lejos, y abarca la dimensión del tiempo y del espacio.
La soledad- A pesar de todo lo dicho, el hombre de USA se ha sentido solo; solo frente a su destino, en esas inmensas llanuras donde apenas existe un contacto humano. El sentimiento de soledad domina la literatura, y el "héroe" tipo es frecuentemente el individuo aislado, ya sea solo en medio de la hostil naturaleza; o solo en la gran ciudad.
Los medios de evasión para aplacar esa problemática del espacio y esa honda sensación de soledad son el alcohol, el sexo, la violencia y la expatriación. Pero a pesar del despliegue de estos mecanismos de evasión, en USA el sentimiento de la soledad lo impregna todos, y sigue obsesionando al hombre y al escritor perdido en la masa de las grandes ciudades industrializadas.
Otro aspecto a considerar es la Movilidad. Desde el siglo XIX, el espacio de USA impone al hombre y sobre todo al colonizador la "movilidad". Las grandes distancias estimulan la descentralización de todas las actividades, también las culturales y literarias. En EEUU los escritores trabajan solos, lejos de los grupos. Son unos solitarios y dan a veces la impresión de haberlo aprendido todo por sí mismos. Hay sí centros de propagación cultural, como lo fue Boston en el siglo XIX, o Chicago entre los años 1910 y 1920. En la actualidad hay varios centros de actividad cultural: San Francisco, Nueva Orleans, y Nueva York.
Un efecto de la descentralización es que la literatura de los EE.UU. es regionalista.
Escritores del Sur: William Faulkner, R. Caldwell, entre otros.
Escritores de California (Oeste): Frank Norris, Jack London, etc.
Escritores del Oeste Medio: Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Willa Cather.
Escritores de Nueva Inglaterra: Sara Orne Jewet, Mary Ellen Chase.
También se pueden considerar regionalistas a los escritores de la colonia de expatriados en Francia luego de 1920. Entre ellos están: Henry James, Henry Miller, Ernest Hemingway.
El Sentido de inmensidad desarrolló ciertos sentimientos que parecen contradictorios: "el optimismo" y la "angustia" que refleja, en primer lugar, la literatura. Es una sociedad abierta a los más vastos horizontes y por ello, una sociedad de optimistas gracias a las infinitas promesas de un país nuevo y de desarrollo. Sin embargo, este optimismo se acompaña de angustia de la soledad y de la inseguridad.
También existe un especial concepto del "Tiempo Americano", según Brown. En este país de los grandes espacios, las perspectivas temporales son cortas. El relato típicamente estadounidense se desarrolla en un tiempo sin localizar, o mejor dicho, en un solo tiempo que es el presente y que constituye un tiempo de aceleración y de dinamismo, que refleja la inestabilidad de una sociedad siempre en movimiento. Sólo la región del Sur conserva el sentido del pasado y el sentido del mito. Se habla de un "tiempo" especial del Sur, que quizá forma parte de la experiencia traumática de la Guerra de Secesión. Aquí podemos ubicar a Faulkner. El tiempo dominante de la novela de USA, sobre todo luego de la Primera Guerra Mundial, es incuestionablemente el Presente.

La herencia intelectual europea ha desempeñado un papel en la formación del hombre y del artista en USA. Es una Herencia compleja cuyos dos componentes principales son el PURITANISMO y el RACIONALISMO.
El Puritanismo es la interpretación estadounidense del Calvinismo: la fe austera, pesimista y fatalista de los primeros peregrinos que llegaron a Massachusetts en 1620. El puritanismo permanece con variantes como una constante en el pensamiento y en la literatura. Aún los novelistas modernos son pesimistas, menos en lo que concierne a la sociedad que en lo que se refiere a la naturaleza humana.
Son simbolistas hasta bajo la apariencia del realismo más objetivo, lo cual es evidente en el caso de Hemingway.
Si bien ha desaparecido el mundo de terror en el que el hombre se encontraba frente a Dios, quien aparecía como terrible, permanece el terror del hombre solo frente a su destino. Las sobrevivencias puritanas explican la importancia concedida al problema del mal, tema obsesionante en la literatura de USA, que vemos en autores como Melville, James, Mille r y Faulkner.
Las doctrinas racionalistas europeas del siglo XVIII influyeron también sobre el hombre de EE.UU. La corriente racionalista se ha manifestado principalmente en las instituciones sociales y políticas. Se presenta aquí una contradicción importantísima de la vida de USA.: una visión puritana del hombre y una visión racionalista de la colectividad.
Según J. Brown las características del escritor de USA son:
- es un solitario
- es un hombre como cualquiera antes que un hombre de letras;
- con frecuencia su educación no es literaria;
- es un autodidacta o está muy cerca de serlo;
- desempeñó muchos oficios antes de dedicarse a la literatura y así, su experiencia anterior de vida se refleja en su obra;
- han sido muchos de ellos periodistas, oficio que les ha permitido aprender a escribir
- el estilo americano es la más de las veces un estilo de reporter;
- el cine ha tenido gran influencia sobre el escritor; han tratado de darle a su prosa esa claridad, esa calidad de espontaneidad e instantaneidad que se descubre en la pantalla. Muchos escritores han trabajado en Hollywood, adquiriendo cierta rapidez de movimiento narrativo y el arte de crear la ilusión de una realidad inmediata, contándola en imágenes.
- el escritor no es un conformista; es un independiente que no se siente a gusto en la sociedad que lo rodea, es un solitario y en su país nunca es una "personalidad" social. Desprecia la tendencia vana que tiene esa sociedad a medir el éxito, el talento o la gloria según los resultados materiales, y también a desconfiar de las ideas que no son las de alguien conocido o aceptado.
- siempre ha estado y está, atraído por dos tradiciones: la nacional de su país y la europea; escoge alternativamente entre una y otra.
Estos rasgos, perceptibles aún en la "Generación" de Hemingway y de Faulkner, ya no se observan en los escritores más actuales, posteriores a 1940. Luego de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo se han producido profundos cambios que modificaron la figura del escritor. El nuevo rasgo dominante, que surge de la "estabilización de la Vanguardia", es la búsqueda de la seguridad que hacen los intelectuales en un mundo cada vez más inestable.
Un movimiento que debe mencionarse si se estudia la Narrativa del siglo XX en EE.UU. es el Naturalismo. Este movimiento representa tanto en la literatura de USA como en la francesa uno de los movimientos más importantes de fines del siglo XIX.
Las fuentes mismas del Naturalismo estadounidense son principalmente francesas, y los teóricos del Naturalismo en ese país, como Frank Norris se han inspirado en Zolá y en Guy de Maupassant. Los Naturalistas franceses pretendían ser impasibles y objetivos frente a la realidad tal como los historiadores "científicos" de la misma época. Por el contrario, los de USA si bien se propusieron el mismo objeto, al menos teóricamente, en realidad tendían más hacia la participación, hacia el "compromiso".
La distinción entre Naturalismo y Realismo, válida en Francia, es difícil de establecer en las novelas de los Estados Unidos de esta época. Se le llamó "Naturalista" a toda obra literaria que rompía con los esquemas del convencionalismo tradicional del siglo XIX, y que tendía a una libertad desacostumbrada en la pintura de la realidad.
"El realismo -según A. Kazin- nació y se nutrió del desarrollo da la amargura de una generación brutalmente sometida al materialismo devorador del capitalismo industrial."
El crítico John Brown incluye dentro de la segunda Generación naturalista del Sur al narrador W. Faulkner.
Dentro de los escritores norteamericanos del siglo XX debemos mencionar a un grupo de periodistas llamados por Teodoro Roosevelt los "revolvedores de basura", quienes en sus obras literarias van a dar a conocer al público ciertos aspectos enojosos y molestos para el gobierno. Al denunciarlos en su obra, el presidente Roosevelt consideró que caían en la exageración y hallaban por todas partes corrupciones inexistentes, pero eso no era cierto, y el mismo presidente en varias oportunidades, tuvo que intervenir para realizar investigaciones y corregir injusticias que estos escritores habían descubierto por medio de sus denuncias. Dentro de estos "Revolvedores de basura" encontramos a: Upton Sinclair, Sinclair Lewis y John Dos Passos.
Otro grupo de escritores cultivó lo que se denominó "Relato psicológico". Entre los representantes conocemos a William Faulkner y Sherwood Anderson. Muchos historiadores de la literatura han adoptado el calificativo de "Generación perdida" para designar al más interesante grupo de narradores naturalistas del primer cuarto del siglo XX. Heinrich Straunman se refiere a ellos como un grupo de escritores, florecidos hacia la década del 20, entre las dos guerras mundiales. Los puntos comunes a todos ellos son: el naufragio de las ilusiones personales como consecuencia de la Guerra Mundial; la tendencia general a descreer de toda tradición, y la intención de poner en tela de juicio a la democracia larvada, según ellos, por todos los excesos y corrupciones inherentes al Capitalismo. Algunos de ellos residieron temporariamente en Francia.
Estos escritores se interesan en la conducta del hombre en un ambiente determinado; y han asimilado la tradición naturalista a la que reflejan con su pesimismo, determinismo y crudeza; pero perciben el hecho de que hay en la criatura humana algunas concepciones, fuerzas, intuiciones no racionales o no empíricas, a veces algunos deseos, e incluso ciertos temores, que guían esa conducta. Este es el campo en que se mueve la mayoría de los escritores de la "Generación Perdida", campo donde se plantea la preocupación por algo que está fuera o más allá de los límites de la experiencia, y que ha derivado en apelativos tales como "escritores metaempíricos".
En líneas generales, los historiadores de la literatura incluyen en la Generación Perdida a:  
-Ernest Hemingway; -Francis Scott Fitzgerald;
- John Dos Passos; -William Faulkner;
- John Steinbeck; -Erskine Caldwell.

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DATOS BIOGRÁFICOS Y BIBLIOGRÁFICOS DE WILLIAM FAULKNER.



 Nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany (Mississippi), aunque se crió en las cercanías de Oxford. El mayor de cuatro hermanos de una familia tradicional sureña. Su verdadero apellido era Falkner, pero él decidió cambiarlo en su juventud. En el año 1915 dejó los estudios y trabaja en el banco de su abuelo. Durante la I Guerra Mundial ingresó como piloto de la R. F. C (Real Fuerza Aérea Británica). Este periodo terminará con la firma del armisticio y su vuelta a la vida civil. Cuando regresó a su ciudad, entró como veterano en la Universidad de Mississippi, aunque volvió a dejar los estudios, pero esta vez fue para dedicarse a escribir. Realizará trabajos como pintor de techos y puertas, o cartero en la Universidad de Oxford, (de donde lo echarán por su costumbre de leer la correspondencia antes de entregarla) y publicará su primer y único libro de poemas: “The Marble faun” (1924) libro de poemas poco originales. Un año después se traslada a Nueva Orleans, lugar donde ejerció como periodista y conoció al escritor de cuentos estadounidense Sherwood Anderson, que le ayudó a encontrar un editor para su primera novela, “La paga de los soldados” (1926). Pasó una temporada viajando por Europa. A su regreso comenzó a escribir una serie de novelas ambientadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha (inspirado en el condado de Lafayette, Mississippi). La primera de estas novelas es “Sartoris” (1929), en la que identificó al coronel Sartoris con su propio bisabuelo, William Cuthbert Falkner, soldado, político, constructor ferroviario y escritor. Después aparece “El sonido y la furia”, que confirmó su madurez como escritor. Contrajo matrimonio con Estelle Oldham, decidiendo establecer su casa y fijar su residencia literaria en el pequeño pueblo de Oxford. A pesar de la buena aceptación de los lectores a sus obras, tan sólo se vendió bien “Santuario” (1931). Debido al éxito del libro logró trabajo, bastante más lucrativo, como guionista de Hollywood. En 1946, el crítico Malcolm Cowley, preocupado porque Faulkner era poco conocido y apreciado, publicó “The portable Faulkner”, libro que reúne extractos de sus novelas en una secuencia cronológica. En 1949 le otorgaron el Premio Nobel de Literatura. Continuó escribiendo, tanto novelas como cuentos, hasta su muerte en Oxford, el 6 de julio de 1962. Entre sus obras principales hay que destacar: “Mientras agonizo” (1930), “Luz de agosto” (1932), “¡Absalom, Absalom!” (1936), “Los invictos” (1938), “El villorrio” (1940), “Desciende Moisés” (1942), “Intruso en el polvo” (1948), “Una fábula” (1954, Premio Pulitzer de 1955), “La ciudad” (1957), “La mansión” (1959) y “Los rateros” (1962), también ganadora de un Premio Pulitzer.

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Una rosa para Emily.
William Faulkner.

I
Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez años.
Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.
En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una obligación hereditaria que recayó sobre el pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde —quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a la calle sin un delantal— le condonó el pago de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia según la cual el padre de ella había prestado dinero al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras, prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con la mentalidad del coronel Sartoris podría haber inventado algo así, y sólo una mujer podría haberlo creído.
Este acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del año le enviaron por correo una notificación del pago de impuestos. Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para pedirle que se presentara en la oficina del alguacil en cuanto le fuera posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió, ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta una nota escrita en un papel de apariencia anticuada, con caligrafía fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de impuestos, sin comentario alguno.
Convocaron a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y tocó la puerta por la que ningún visitante había pasado desde que ella dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez años antes. El viejo negro los guió hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía una escalera que se adentraba en una oscuridad todavía más profunda. Olía a polvo y desuso —un olor a encierro, a humedad. El negro los condujo a la sala, donde había pesados muebles de piel. Cuando él abrió las persianas de una ventana, pudieron ver las grietas en la piel de los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único rayo de sol. En un caballete dorado deslustrado que se encontraba frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del padre de la señorita Emily.
Se levantaron cuando ella entró —una mujer pequeña y gorda, vestida de negro, con una delgada cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano con cabeza de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso lo que en otra persona hubiera sido simple gordura, en ella era obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido que un cuerpo sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las protuberancias que formaban los pliegues de su cara, parecían dos pequeños carbones presionados en un bulto de masa que se movían de una cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.
Ella no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta y escuchó en silencio hasta que el hombre titubeó y se detuvo. Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que colgaba de la cadena de oro.
Su voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.”
“Ya lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió una notificación del alguacil, firmada por él mismo?”
“Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”
“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”
“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”
“Pero, señorita Emily…”
“Vean al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años.) Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —el negro apareció—. Muéstrale a los caballeros dónde está la salida.”
 II
Así que los venció, por completo, tal y como había vencido a sus antepasados treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos años después de la muerte del padre de la señorita Emily y poco después de que su enamorado —el que todos creíamos que la desposaría— la abandonara. Después de la muerte de su padre ella salía muy poco; después de que su novio se fue, ya no se le veía en la calle en lo absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las recibió, y la única señal de vida en el lugar era el negro —joven entonces— que salía y entraba con la canasta del mercado.
 “Como si un hombre —cualquier hombre— pudiera llevar una cocina adecuadamente”, decían las damas. Así que no se sorprendieron cuando surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario, terrenal, y los encumbrados y poderosos Grierson.
Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.
“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.
“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga —dijo la mujer—. ¿Acaso no hay leyes?”
“Estoy seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Probablemente sea solamente que su negro mató una víbora o una rata en el jardín. Hablaré con él al respecto.”
Al día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le dijo con tímida desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la señorita Emily, pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió —tres hombres con barbas grises y un hombre más joven, miembro de la nueva generación.
“Es simple —dijo este último—. Enviémosle un aviso para que limpie su propiedad. Le damos un plazo para hacerlo y si no lo hace…”
“Por Dios —dijo el juez Stevens—, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”
Así que la noche siguiente, después de media noche, cuatro hombres cruzaron el jardín de la señorita Emily y se escabulleron en la casa como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con el brazo, como de sembrador, sacando algo de un saco que colgaba de su hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal ahí y en todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una ventana que había estado apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la parte superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron silenciosamente a través del césped hacia la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor desapareció.
Eso fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por ella. El pueblo recordaba cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se sentían más importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo suficientemente bueno para la señorita Emily y su familia. Habíamos pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro, la delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre al frente, con la espalda vuelta hacia ella y sujetando un látigo, ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente complacidos, sino vengados; incluso con la locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran materializado de verdad.
Cuando su padre murió, se rumoraba que la casa fue todo lo que le dejó, y de alguna forma, la gente estaba contenta por ello. Finalmente podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre, se había humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el temor de tener un centavo de más o de menos.
El día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon para ir a su casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida como siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su padre no estaba muerto. Lo hizo durante tres días, con todo y que los ministros y los doctores la buscaban tratando de persuadirla para deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la fuerza, ella tuvo una crisis y ellos enterraron a su padre rápidamente.
Entonces no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo. Recordábamos a todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría que aferrarse a quien la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.
III
Estuvo enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había cortado el cabello, lo que la hacía parecer una niña, con un ligero parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias —entre trágicos y serenos.
El pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y las obras comenzaron en el verano que siguió a la muerte de su padre. La compañía de construcción llegó con negros y mulas, maquinaria y un capataz llamado Homer Barron, yanki —un hombre grande, de piel oscura, vivaz, con una voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo seguían en grupos para escucharlo maldecir a los negros y a éstos cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer Barron conocía ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en algún lugar de la plaza, él estaba en el centro del grupo. Poco tiempo después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo, conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos de la caballeriza.
Al principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en alguien, porque todas las damas decían: “Por supuesto, una Grierson no tomaría en serio a un obrero del norte.” Pero otros, mayores, afirmaban que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama olvidara la noblesse oblige —sin llamarla exactamente noblesse oblige. Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería visitarla.” Ella tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había peleado con ellos por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían enviado a alguien en su representación al funeral.
Y tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores comenzaron. “¿Crees que sea cierto? —se decían entre ellos—. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el sol de la tarde de domingo conforme sonaba el rápido clop-clop-clop de los caballos: “Pobre Emily.”
Ella llevaba la frente muy en alto —incluso cuando creíamos que había caído. Era como si demandara más que nunca el reconocimiento de su dignidad como la última Grierson; como si ese toque de desenfado reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para ratas, el arsénico. Eso sucedió un año después de que comenzaran a decir “Pobre Emily”, durante la visita de sus dos primas.
“Quiero un veneno”, dijo al droguero. Entonces ya rebasaba los treinta, era aún una mujer delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel estirada sobre las sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la cara de un guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.
“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”
“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”
El droguero mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”
“Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?”
“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”
“Quiero arsénico.”
El droguero bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante. “Bueno, por supuesto —dijo el droguero—. Si eso es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué va a usarlo.”
La señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para verlo a los ojos, hasta que él desvió la mirada, fue por el arsénico y lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el droguero no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba escrito sobre la caja, debajo del símbolo de la calavera y los huesos cruzados: “Para ratas.”
 IV
Así que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando se le había comenzado a ver con Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”. Luego dijimos “Todavía puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no era para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía con los jóvenes en el Club de Elk. Después dijimos “Pobre Emily” detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, tomando las riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.
Luego algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían intervenir, pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia bautista —la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal— a que hablara con ella. Él nunca habría de decir qué pasó durante la entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos pasaron de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro le escribió a los parientes de la señorita Emily en Alabama.
De modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos para ver los acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego estábamos seguros de que se casarían. Nos enteramos de que la señorita Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de plata para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos “Están casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que la señorita Emily había sido.
De modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera —las obras en las calles habían terminado desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos que él se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una conspiración y todos éramos aliados de la señorita Emily para ayudar a ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana partieron. Y, como todos esperábamos, tres días después Homer Barron volvió al pueblo. Una vecina vio al negro recibiéndolo por la puerta de la cocina en la penumbra una noche.
Ésa fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita Emily, por algún tiempo. El negro entraba y salía con la canasta del mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en cuando la veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses ella no se apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era de esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su vida de mujer tantas veces, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa como para morir.
Cuando volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo gris. Con los años se tornó gradualmente más gris hasta que llegó a ser de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El día de su muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris acerado, como el cabello de un hombre activo.
A partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada, excepto por un periodo de seis o siete años, cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en la planta baja y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para la canastilla de la limosna. Para entonces ya le habían condonado el pago de impuestos.
Entonces la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del pueblo, las alumnas de pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes recortadas de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta principal se cerró por última vez detrás de la última alumna y permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo gratuito, únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números metálicos sobre su puerta y a instalar un buzón. Ella no los escuchaba.
Día con día, mes con mes, año con año, vimos al negro encanecer y encorvarse, entrando y saliendo con la canasta del mercado. Cada diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana después, sin haber sido abierta. De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja —evidentemente, había cerrado el piso superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin que supiéramos si nos veía o no. Así siguió de generación en generación —cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.
Y así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo el negro senil para atenderla. Ni siquiera nos enteramos de que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con ella, ya que su voz se había vuelto áspera y oxidada, como por el desuso.
Ella murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal con cortina, su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.
V
El negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos silbantes y sus miradas furtivas y curiosas, y luego desapareció. Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.
Las dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al segundo día y recibieron al pueblo que venía a ver a la señorita Emily bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes susurrando y los muy ancianos —algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados— en el porche y el césped, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que habían bailado con ella y que quizás hasta la habían cortejado, confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino un vasto campo al que el invierno nunca toca, separado de ellos por el estrecho cuello de botella de la década más reciente.
Ya sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había visto en cuarenta años, cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin embargo, hasta que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra antes de abrirla.
La violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un polvillo penetrante. Un paño delgado como el de la tumba cubría toda la habitación que es taba adornada y amueblada como para unas nupcias: sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las luces rosas, sobre el tocador, sobre los delicados adornos de cristal y sobre los artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada, tan deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado; debajo de éste, los mudos zapatos y los calcetines tirados a un lado.
El hombre yacía en la cama.
Durante un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa profunda y descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en la posición de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel. Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía, y la cubierta uniforme del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.
Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la nariz, encontramos una larga hebra de cabello color gris acerado.

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